Semillas del desierto
Una semilla en la mano.
—¿Qué ven acá? —pregunta Emiliano.
Todas decimos semillas. El ve más: ve un bosque entero. En la Línea Sur rionegrina, lejos de la postal turística de la Patagonia, una familia oriunda de Buenos Aires decidió empezar de nuevo. Buscaron tierra, escribieron a decenas de municipios, y terminaron llegando a Sierra Colorada, un pueblo que no conocían, pero que hoy siembran con otra lógica, otro ritmo, otra esperanza. Esta es la historia de un proyecto agroecológico en un territorio que rebate la idea de que "el desierto" no tiene vida.

Pamela camina entre las botellas donde brotaron, contra todo pronóstico, decenas de plantitas de sandía.
—Hola, mis retoños —las saluda, y suelta una carcajada amplia.
El aire fresco le roza la piel y la obliga a pensar en lo frágil de esas vidas verdes. ¿Guardarlas? ¿Dejarlas afuera? ¿Taparlas con un nylon?
En este territorio tan distinto de su Buenos Aires natal, la lógica de las plantas y del tiempo se le escapa. Acá todo es prueba y error. La naturaleza habla una lengua que todavía no entiende.
Se agacha, acaricia un tallo mínimo, y sabe que no todas van a sobrevivir, que no todas van a dar fruto. El terreno que les cedieron aún está desnudo, sin cerco, sin perforación de agua. Y desde que llegaron a Sierra Colorada, en 2022, siempre escucha la misma frase: "Acá nada crece".
—Aunque no siempre —piensa—. Las mujeres mayores me contaron que antes cada familia tenía su quintita.
Pamela sembró algunas semillas que trajo en su valija, no sólo por la costumbre de dar cauce a la vida, sino para honrar la esperanza que habita en ese recuerdo, en la memoria oral de las ñañas. Ahora, sorprendida por la multitud de cotiledones asomando, no sabe qué hacer.
—¡Emilianoooo, vení! —le grita a su compañero.
—¡Voooy! —responde él desde la casa alquilada sobre la avenida.
Mientras lo espera, levanta la vista y encuentra a varios pajaritos en la tapia. La observan, como siempre, en busca de agua o comida. Pamela los saluda y les confiesa su dilema. Los pájaros responden con trinos breves.
Una vecina pasa por la vereda, la ve hablar con las aves y dice —Esta porteña está loca.

Emiliano y Pamela son los creadores de Chacra Virgen de los Ángeles, un proyecto agroecológico en plena meseta rionegrina. Llegaron desde Buenos Aires con una certeza: no querían seguir viviendo bajo el ritmo acelerado de la ciudad ni sosteniendo un modo de producción que, sabían, estaba dejando sin futuro a gran parte de la humanidad.
Se formaron, leyeron, compartieron cursos, talleres y activismos contra los agrotóxicos. Soñaban con un proyecto basado en saberes antiguos: la guarda de semillas, la agricultura sin venenos, el derecho elemental de cultivar alimentos propios.
—Nada de esto es nuevo —repiten—. Es lo que hacían nuestros antepasados.
Durante las noches, desde la gran ciudad, Emiliano se sentaba frente a la computadora. Después de trabajar, redactaba decenas de e-mails que enviaba a municipios de todo el país, desde Jujuy hasta Río Negro. No pedían mucho: apenas interés y un pedazo de tierra en comodato donde pudieran criar a su hija Isabella y trabajar sin dañar el suelo.
Las respuestas no llegaban. Chequear cada día la casilla de mensajes y encontrarla vacía se volvió rutina para ellos, pero también un ejercicio de espera. Esa paciencia, cultivada a la fuerza, se quebró con la pandemia de 2020. El encierro aceleró la decisión.
Las únicas dos respuestas a los e-mails de Emiliano habían llegado en 2021 desde El Bolsón y desde Sierra Colorada, dos municipios de Río Negro.
La migración hacia localidades del interior no es un fenómeno nuevo. En los noventa y, con más fuerza en la pospandemia, muchos jóvenes y jubilados abandonaron las grandes ciudades. Buscaban tranquilidad, paisaje, aire limpio. La mayoría recalaba en lugares conocidos, visitados alguna vez en vacaciones, o donde una familia amiga —que había primereado la huida— los esperaba. En la cordillera de Río Negro y Chubut viven hoy muchos desertores de esa guerra cotidiana que es la vida en la capital.
Sierra Colorada, en cambio, es un destino singular. Una localidad de mil quinientos habitantes —según el censo de 2010—, enclavada en la Línea Sur de la provincia y alejada de los centros urbanos: hay que recorrer 450 kilómetros hacia el este para llegar a Viedma, 400 hacia el oeste para alcanzar Bariloche, y 300 para llegar a Fiske Menuco (General Roca).
Los porteños —como llaman en el pueblo a la familia Rodríguez— no conocían Sierra Colorada. Imaginaban, como muchos, que toda la Patagonia era similar a las postales turísticas que circulan en los medios: como un Bariloche infinito, extendido bajo la línea del río Colorado.
Ahora se ríen. Y mucho. Pero al llegar no fue tan divertido. El primer viaje lo hizo Emiliano solo, en su pequeño Corsa. En CABA, su compañera Pamela y su hija Isa esperaban, ansiosas, algunas fotos y novedades.
Apenas iniciado el recorrido por la ruta 23, la vegetación viraba del verde al ocre; empezaba a achaparrarse, a endurecerse. El territorio ya mostraba sus dientes-espinas. El jarillal saludaba en mapudungun.
Pamela suele decir que esa primera vez Emiliano le mandó fotos donde "se veía más verdecito". Y se ríe. En la cabeza de Emiliano, sin embargo, empezaba a resonar una palabra que el Estado argentino usó durante el siglo XIX para justificar el despojo y el genocidio contra los pueblos libres del sur. Esa palabra que es filo y llaga al mismo tiempo, sujeto y adjetivo, narrativa porosa e imagen psíquica: el desierto.

Emiliano es un hombre alto que usa botas toscas, ideales para el trabajo de campo. Su ropa, su piel, sus ojos: todos sus colores se acoplan a los ocres de la estepa patagónica. Se camufla entre los matorrales.
Recuerda su llegada al terreno que el Municipio de Sierra Colorada les cedió en comodato: una parcela de casi una hectárea, pegada al vivero municipal.
—¿Y en qué zona están los agricultores? —preguntó a la persona que lo había guiado hasta allí.
—No hay, acá sólo hay productores de ganado —fue la respuesta.
Emiliano hincó una rodilla en el suelo. Quiso tomar un puñado de tierra, como si ese gesto ritual pudiera darle una respuesta. Pero el terreno se resistió: estaba duro, áspero. Tuvo que escarbar, clavar las uñas, correr piedras verdes, moradas, grises. Se llevó un poco de tierra a la nariz, a la boca. El sabor era seco, filoso. Miró alrededor: nada de lo que había imaginado.
Entonces levantó la vista y los vio: una cortina de álamos, alta, vibrando con el viento. Plantados por la mano humana, traídos para frenar las ráfagas, para servir de madera. Si habían crecido esos álamos, pensó, también podía crecer algo más. Ese fue el pacto que hizo con la estepa: apostar por la evidencia y abandonar el relato.
Mientras tanto, a 1.300 kilómetros, Pamela guardaba semillas en sobrecitos de papel madera. Las clasificaba por origen —Salta, Misiones, Buenos Aires, Brasil—, por tipo de cultivo —zanahoria, lechuga morada, caléndula, mburucuyá—, por variedades de tomate que parecían un catálogo: purple, cherry chocolate, lágrima de oro. Cada semilla era promesa. Ella se reía, se entusiasmaba, imaginaba una chacra con cercos vivos, flores y huertas en equilibrio con las estaciones.
Él probaba tierra dura; ella ordenaba el pulso de la vida.

El patio amplio de la casita alquilada está atiborrado de cosas recicladas, macetas y herramientas de trabajo. Por ahí anda Pamela: va y viene con sus plantas y semillas, trabajadora como una hormiguita. A veces se sienta a descansar y mira los arreboles del atardecer estepario. Ese privilegio.
Más de una vez sorprendió a alguien sacando fotos desde el colectivo de larga distancia que para enfrente. Sobre todo en verano, cuando el patio se vuelve una selva enredada, verde y turgente. — No lo pueden creer— dice.
Al principio habían pensado en alquilar por poco tiempo. Querían cerrar el terreno y ahí mismo levantar una casita básica. El sueño completo: cultivar sus propios alimentos, reproducir y adaptar semillas, cuidar el proyecto de forma permanente. Pero el viaje de mudanza fue una odisea: antes de salir de la ciudad, un distraído al volante los chocó. Tuvieron que salir igual porque habían mandado 9 bultos hasta Viedma y debían llegar a tiempo para despacharlos hasta el pueblo. Pero el Corsa se rindió antes de tiempo: dos veces se quedó en la ruta y finalmente su motor murió. Los ahorros destinados a cerrar el terreno se fueron en combustible y taller.
Debieron empezar de cero en un territorio desconocido, con 2 mil pesos en el bolsillo pero infinita voluntad. Recorrieron el basural del pueblo buscando materiales aptos para reciclar y empezaron a armar proyectos para ir recuperando capital mientras se encargaban de nutrir el suelo.
En la casa produjeron forraje verde hidropónico y bloques nutricionales para el ganado. Pero los productores de la zona no se animaron a probar aquello.
Se apoyaron en la elaboración de biopreparados, pero el agua faltaba. El municipio les permitió usar el pozo del vivero, aunque la bomba no resistió tanta demanda. Una sucesión de problemas que les bajó el ritmo y les enseñó los tiempos del territorio.
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Isabella sale de la casita rumbo a su nueva actividad favorita. Deja al perro en el patio y saluda a su mamá. Emiliano aparece con el mate en la mano y se sienta a pensar alternativas. A buscarle la vuelta.
Ya probaron con armar un banco de semillas, pero no lograron volver a reunirse con los vecinos. —Cuesta —admite Emiliano, que a veces se siente solo en su batalla diaria. Pamela, en cambio, no sufre esa soledad: le alcanza con conversar con sus plantas y los pajaritos que la visitan.
Después de la última cebada, Pamela se acerca a la planta de palta. Ya mide medio metro. La levanta como a un bebé y la lleva a tomar los últimos rayos de sol que se filtran por el gran pino, ese guardián adusto de la casa.
— Los biopreparados ayudan a las plantas a estar sanas, nutridas — explican—y con cuidado hemos comprobado que todo crece, que se desarrolla. Solo hay que darle las condiciones.
Una de sus metas es contagiar a otras personas de Sierra Colorada y de la Región Sur por el camino del autoabastecimiento de verduras. Les gustaría que la comunidad toda pueda ser reproductora y guardiana de esas semillas que, ciclo a ciclo, van adaptando al territorio.
—La memoria que guardan las semillas es primordial en un contexto de envenenamiento permanente y de patentamiento de todo— dicen con convicción.

"La Patagonia está estructurada sobre la base de un genocidio exitoso", afirman investigadores como Pilar Pérez, Walter Delrio y Laura Kroff. Un intento de exterminio que buscó arrasar todas las formas de vida: las personas, sí, pero también su espiritualidad, sus saberes, sus modos de ordenarse. Abarcó a los animales, a las plantas, a la medicina viva, a las piedras, a los ñgen de los territorios.
Las estructuras del Estado impusieron reglas, pero hubo una trama que resistió. Se preservó de maneras tan dolorosas como maravillosas. Después de años de silenciamiento, las comunidades mapuche-tehuelche se organizaron para decir: "Aún estamos vivos".
Y el territorio también lo dice: cada ciclo, cada día, enseña —sobre todo a quienes llegan— que hay otras fuerzas que sostienen la vida. Que los seres humanos no somos el centro.
Hay una resurgencia. Una disputa de sentido. No hay desierto.
Un halcón peregrino llega al patio de la familia Rodríguez. Se posa en el cerco y clava la mirada en Emiliano, que responde con quietud. Se observan, uno como espejo del otro. Él no estaba acostumbrado a esa proximidad con los animales en la ciudad pero aún así sucede un acto de contemplación: el territorio habitado hablando.
El halcón es un ser de inmensa adaptabilidad. Su visión es precisa como la de alguien que puede leer la semilla como un bosque entero. Algunas especies migran miles de millas cada año en busca de alimento o reproducción. Se sabe que, incluso, algunas se orientan por las estrellas. Es un conocimiento de los pueblos nativos andinos: cuando aparece un halcón, trae un mensaje del mundo espiritual.
El territorio está hablando con la familia Rodríguez que cada día se esfuerza por construir un mejor vivir para ellos y para la comunidad.
